Este texto fue extraido de uno de mis libros (Hola Mundo, pero en un mundo real).
Esta es una historia en otro lugar pero con el mismo mensaje: la motivación. Ahora estoy en una universidad privada, y la mayoría de estudiantes tienen menos de 25 años. Yo he madurado un poco y tengo seis años más de experiencia que en la clase de introducción a la ingeniería. Soy catedrático, y ahora tengo a mi cargo dos asignaturas de programación.
Para entrar a esta universidad me exigieron un diplomado en docencia universitaria, en el cual aprendí bastante sobre modelos pedagógicos (Es lo que todos los docentes repiten pero casi ninguno cumple. Habla de Piaget a un profesor y tendrás un tema de conversación por horas).
En fin. Decidí que mis clases tendrían otra forma de trabajo y estructuré cada materia para ello. Antes de comenzar cada semestre, dediqué al menos ochenta horas diseñando un reto para que los estudiantes lo realizasen durante el curso. El primer día de clase entonces, había una especia de “contrato”, que todos los estudiantes leían, entendían y firmaban. En el contrato había un enunciado, 50 especificaciones y todo lo posible para comenzar a trabajar de forma autónoma a partir del día 2.
Debido a la población objetivo (estudiantes de 16 a 20 años), el contrato era siempre el desarrollo de un videojuego. Esto los mantendría motivados. De hecho, la curva de esfuerzo y la curva de interés permanecían constantes desde el primer día, lo cual nos favorecía a todos.
Los primeros semestres fueron buenos, los estudiantes comenzaron a entender rápidamente cuál era el objetivo del ejercicio. Y como en cualquier proceso de construcción y apropiación de conocimiento, al final del semestre cada uno mostraba sus destrezas adquiridas y con base en ello tenían su calificación (algo que no debería ir pero es necesario por ley).
Los siguientes semestres, sin embargo, superaron mis expectativas. Al parecer cada semestre nuevo llegaba con emoción y motivación previa: el grupo de alumnos llegaba muy conectado y durante el semestre eran increíblemente participativos; mi trabajo durante las horas de clase se limitaba a responder dudas puntuales sobre el ejercicio, y comencé a ver un micromundo muy sólido en el salón: competencia leal, compañerismo, apropiación del conocimiento y un increíble aprovechamiento de los recursos. Incluso el último día de clase era un evento especial: aun siendo estudiantes de segundo y tercer semestre, ellos mismos preparaban la entrega como si fuese una venta de software: pedían un auditorio, ellos de corbata con un software impecable, con caja, manuales y página web. Una presentación enfocada a la venta y desde luego, puertas abiertas para que cualquier persona se interesara con su “venta”. Y yo, en un rincón, orgulloso. Era fácil saber que ellos eran quienes habían trabajado. Eso se ve en el brillo de sus ojos, pero por si las dudas, había pasado un semestre completo de preguntas para saber quién iba por el camino correcto… pero aún, por si las dudas, ese día los mismos alumnos hacían preguntas abiertas a cada expositor, que dejaban al desnudo aquellos osados que habían “mandado hacer su producto”.